El Polio y superman


Anoche, al Coqueluche le han dado un ataque terrible de asma y podría asegurar que un rato de esos, casi se muere. Ver a alguien morir debe ser medio feo. Seguramente que al comprender que se lo lleva la flaca, agranda los ojos y le caen unos lagrimones que le mojan toda la cara. Seguro que se agarran al pecho con ambas manos para sentir si aún les late el corazón y en las millonésimas de segundos que transcurren ante sus ojos mostrándoles la realidad de la vida, deben cambiar de cara, poniéndose llorosos y desesperados. Pobre Coqueluche le ha dado un patatús.

Eso le he dicho a mi mamá esta mañana cuando ha venido a verme. Le he dicho que la enfermera nos toma como a unos tarados y que el Coqueluche es un buen chico, pero que anoche casi se muere y que me he asustado mucho, porque no quería ver ni escuchar su alma vagando por los pasillos del hospital. Pobre Coqueluche, le ha dado un patatús. Se ha ido a colgar de la ventana para que no le pongan una inyección. La babosa de la enfermera le ha convencido de que baje de la ventana y le prometió dibujarle un reloj en su brazo y ¡zas! viene la otra enfermera con el doctor y le enchufan un jeringazo que lo dejan durmiendo todo el día, como un muerto.

Pobre Coqueluche, le ha dado un patatús. Eso me dijo mi mamá y yo estaba medio que dudando, sembrando mi imaginación infantil en los fértiles campos de la luna, porque no sabía que quería decir patatús y pensé –dentro de mi ignorancia- que un patatús sólo le podría dar al Poliemelitis, que ese sí que es un bastardo, y que Diosito me perdone, pero hasta hace poco todos los niños del hospital nos tragamos el cuento de que su pata era biónica y que estaba en el hospital para que lo terminen de volver un robot; un robot  como esos que aparecen en la Guerra de las Galaxias.

Aquí, a todos nos ponen los apodos según la enfermedad. El portero –un gordo asqueroso que se llama Celestino- fue el que tuvo la brillante idea de clasificarnos por enfermedad. Por ejemplo, en este pabellón está el Poliomielitis, el Coqueluche, el Neumonía y el Diarrea por difteria. Bueno también estoy yo, a mi me dicen el resucitado. Digamos que yo he tenido suerte.

Hice mal en decir que el Polio era un bastardo. Mi mamá me dijo que su pata no era biónica y que nunca se iba a convertir en un robot. Hasta se puso a llorar porque según ella, el Polio estaba muy enfermo y nosotros, dale a molestarle al Polio con eso de que nos muestre sus cables y las baterías que le hacían mover la pata biónica, con la que creíamos que era capaz de alcanzar velocidades inauditas para los humanos y saltar por rascacielos inmensos como una pulga electrónica. El Polio nos contaba sus aventuras por las noches. Cuando el celestino apagaba las luces y se iba, todos nos sentábamos en su cama y el nos contaba lo que planeaba hacer cuando su otra pierna -la izquierda- llegue de Japón. Ya se sabe como es la aduana boliviana… pura burocracia. Nos decía que sus papás le habían dicho que por culpa de la bendita aduana, no había cuando lo operen para ponerle la otra pata y se vuelva un superhéroe, tal como se lo habían prometido. Mientras el Polio hablaba, me imaginaba que el día menos pensado, la pierna izquierda del Polio llegaría en una caja de cartón, envuelta con un plástico de burbujas de aire, la cual seguramente tendría que disputarme con el Diarrea y el Neumonía.
Antes de dormir, los chicos decían que después de que le pongan la pierna faltante al Polio, este vendría la noche menos esperada y destrozaría al viejo Celestino de una patada en la cabeza y luego nos iríamos a pasear por todas partes montados en su espalda.

Que desilusión.
En realidad el bastardo era yo. Enojado aún por hacerme falsas ilusiones, le dije al Polio que su pata no era biónica ni nada, le dije que era un pobre cojo, tullido y minusválido. Que era más inútil que un perro atropellado y que nos deje de mentir.

El Polio se puso a llorar amrgamente. El pobre no sabía nada; de verdad creía que era el niño biónico. Creía todo lo que sus papás le habían dicho y no dejaba de llorar mientras todo el mundo me miraba con odio y desprecio. El Neumonía y los otros chicos se han dado el trabajo de convencer al Polio de que yo era un loco y que justaba estaba internado por mentiroso. Eso quería decir que estaban dudando  que yo era supermán, y que me he lanzado de un cerro sólo para demostrarlo…

Estaba más de dos meses en el hospital gracias a un problema con mi capa. Mi capa era una toalla grandota, pero no era roja como debería de ser, sino verde agua, como la criptonita, e ahí la razón por la que me he partido la crisma, yendo a caer al hospital de superhéroes, es decir, al Hospital de niños.

-No te mueras negrito…- eso es lo primero que me dijo mi mamá cuando abrí mis ojos en el hospital.
A propósito de negros y héroes caídos en desgracia, yo le atribuyo mi negrura a San Martín de Porres. Después de haber caído al suelo desde más de cuatro metros, me estaba desangrando en el taxi de camino al hospital. En mi ciudad creo que nunca han habido mas de dos ambulancias. Mi tío Iñaki, el hermano de Mary, mi mamá, de pura desesperación se bajó del taxi en el sempiterno embotellamiento de la calle Ballivián, allí en el casco viejo de la ciudad  y me exhibió todo sangrante a los desalmados choferes que se creían dioses detrás de los volantes, los cuales –a decir de mi mamá- nos dejaron pasar más por susto que por consideración, y justo cuando pasábamos por la iglesia de La Merced, de la nada, como arte de magia, aparece una ambulancia de la Caja Nacional de Seguros

Mi madre, que es un poco fanática de estas cosas de santos, vírgenes y curas, no pudo menos que pensar que esto se trataba no sólo de un milagro, sino de una señal divina, así que  juró que si me salvaba, le devolvería los favores al primer santo que se encuentre a mano derecha de la entrada a la iglesia de La Merced y que si me moría, me encomendaría al primer santo que esté a mano izquierda. Bueno, hasta hoy, allí está el negro con su escoba y sus cirios gastados. Era una señal, no en vano mi apellido es Martínez.

No te mueras… eso me decía mi mamá apretándome las manos y cuando abrí los ojos sólo me acuerdo que ella estaba con unas ojeras neeeeegras, como yo. Me vi en el espejo y ya era totalmente moreno y empecé a sentir mucha afición por los perros y algunos gatos.

Miro un reloj dibujado con tinta azul en mi mano derecha que marca eternamente las diez y cuarto. De la mañana o de la noche, no se sabe, yo me lo voy imaginando según me conviene.
-¿Oíme, vos bajás en Liniers?
-No, bajo en Once
- Ahh… Liniers es la próxima estación ¿seguro que no bajás en Liniers?
- Seguro, bajo en Once.
-Ahh, Once es la última parada
- Si, ya sé…
-Parece ortopédica ¿verdad?
-¿Perdón?
-Digo que mi pierna parece ortopédica.
- Pues la verdad no sé… no tengo idea.
- Como se me quedó mirando, pensé que se estaría preguntando.
- Ahh no, disculpe, la verdad estaba escuchando el tren y no estaba pensando ni mirando.
-Suena feo el tren…
- Tiene ritmo, to toj-to toj-to toj
-Yo más bien diría tu tuj-tu tuj- tu tuj
- jajajaja si, si, puede ser tu tuj
-Cuando era niño me dio poliomielitis, yo vivía en Paraguay, éramos muy pobres y no me vacunaron contra la polio.
- Yo tenía un amigo, en Bolivia… bueno, un amigazo, que tenia Polio, pero en realidad yo creía que era el hombre biónico. Es que cuando yo tenía 5 años, estaba en el hospital por lanzarme desde la ventana de mi casa, allá en La Paz y estuve como dos meses en el Hospital del niño creyendo que en realidad era superman y…


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